era muy enmarañado y se encontraba en lo alto de la montaña, toda la familia estábamos muy tranquilos pensando que viviríamos allí varios siglos, pues la vida del roble es muy larga.
«Un día de infeliz recuerdo, de buena mañana, cuando estaba bostezando, pues acababa de despertarme, se empezaron a oír voces humanas. Lo peor fue que al poco tiempo comenzaron unos golpes secos y continuados. Debía de ser grave porque mis padres, asustados, comenzaron a hablar en¬tre sí en voz baja.
«Yo no era consciente de la gravedad de la situación y seguía contento de ver cómo
L9
iban retoñando y creciendo mis ramas, pues deseaba que los pájaros hicieran en ellas sus nidos, y saltaran de una a otra per¬siguiéndose los unos a los otros.
«Al año siguiente, por la misma época se volvieron a oír los mismos golpes, pero aho¬ra más cerca. Además en las horas en que lucía el sol, se podían ver unos destellos de luz, cuyas consecuencias dramáticas para los míos y para mí no alcanzaba a ver por entonces».
V
El libro de lioIsi11o se expresaba tan fi-namente porque para eso era un libro y te¬nía escrita esa estupenda novela fie Steven- son.
Amanda estaba interesadísima en la his¬toria pero ya no se podía aguantar y le dijo al IiI)ro de bolsillo:
— ¿Puedo ir un momento a hacer pis?
— Faltaría más —le contestó el libro—, así descanso 1111 poquito.
A los cinco minutos reanudaba su narra¬ción:
«Desgraciadamente, meses más tarde los malos augurios se confirmaron. Mis padres me confesaron lo que yo ya me estaba ima¬ginando: los resplandores de luz provenían del reflejo del sol en las hachas de los le¬ñadores. Escaseaba tanto la madera en todo el mundo, que hasta nuestro bosque habían llegado en busca de más materia prima para hacer muebles, barcos, casas y libros.»
¡Libros! En eso acabarían convertidos su padre, su madre y él mismo.
En este punto de la narración, el libro de bolsillo se echó a llorar desconsoladamen¬te.
—Pero hombre, qué llorón eres -dijo Amanda—, anímate y sigue contando tu historia que quiero saber qué sucedió des¬pués.
El libro de bolsillo se puso un poco co¬lorado, se aclaró la voz y siguió con la na¬rración.
De momento sus padres fueron talados y transportados flotando a lo largo de un río hasta la serrería. Allí fueron cortados y trasladados a una fábrica de transforma¬ción de la madera donde los convirtieron en pasta de papel.
Años más tarde cuando lo cortaron a él, pues la primera vez era demasiado joven para ser talado, siguió el mismo camino que sus progenitores. En la fábrica de papel preguntando a unos y otros, por fin encon¬tró un empleado viejo que sabía dónde ha¬bía ido a parar la partida de pasta de pa¬pel en la que iban sus padres.
Había sido importada por Italia, y com¬prada por una imprenta especializada de Florencia. Era la imprenta de los herma¬nos Carozzi, dedicada a la encuadernación e impresión de libros de artesanía. Todos los volúmenes que salían de su taller eran auténticas obras de arte. Todos estaban en¬cuadernados, por supuesto; las cubiertas
eran de piel o de ese papel florent*^^ 'an bonito surcado por olas de colores. Los can¬tos solían estar dorados y siempre había una cintita roja o azul para que el lector se¬ñalase la página por donde había dejado de leer.
En fin, que sus padres, si bien habían sido arrancados de su medio natural, por lo menos no habían acabado siendo una si¬lla para soportar traseros, sino unas perfec¬tas obras de artesanía para goce de la vista y del espíritu de los hombres. Además, ha¬bían tenido la suerte de no ser separados pues constituían los dos tomos de una mis¬ma obra: la mamá el volumen primero, por¬que las señoras van antes, y el papá el vo-lumen segundo.
Sin comerlo ni beberlo habían pasado de ser la familia Robledal, a la familia Libres¬ca.
VI
—¿Y qué pasó conligo? —le dijo Aman¬da.
—Pues nada, que como mi pasta no era tan buena como la de mis padres (entre los árboles la edad es una categoría), me dedi¬caron a libro de bolsillo. Ya sabes que los libros de bolsillo nos llamamos así porque cabemos en el bolsillo del abrigo, de la cha¬queta y a veces en el del pantalón. Muchos de nosotros no están encuadernados sino pegados, pero yo sí que tengo las hojas bien cosidas.
— Yo en el fondo —siguió diciendo el li¬bro de bolsillo, pues se enrollaba mucho— estoy muy contento de ser como soy porque gracias a ser tan barato, fui a parar a tu co¬legio y a tu clase. A mí lo que más me gus¬ta es que me lean los niños y me lean mu¬cho. Y francamente, soy muy divertido, ¡no es por nada! ¡«La isla del tesoro» es una his¬toria espeluznante!
—Sí, pero a este paso, no la voy a poder acabar nunca —respondió Amanda—. Con
tus lloros has borrado cuatro páginas y aho¬ra no me puedo enterar de lo siguiente. De todas formas no podría seguir leyendo con tranquilidad, después de conocer tus pe¬nas. ¿Qué podemos hacer?
— Pues mira, Amanda —le dijo el libro de bolsillo—, igual que a los humanos os tira la sangre, a los árboles nos tira la sa¬via, y a los libros la pasta de papel. Así es que lo que yo quiero es volver con mis pa¬dres.
—¿Y por qué me has elegido a mí preci-samente? —preguntó Amanda.
—En todo este primer trimestre del cur¬so —empezó a contar el libro— os he esta¬do observando a todos los niños de la cla¬se. Tenía que elegir a alguien que fuera atrevido e inteligente, porque la aventura que juntos debíamos emprender era fulgu¬rante. Al final, los que me parecisteis más despabilados fuisteis tú, Raúl (cuando Amanda oyó este nombre, se le subieron los colores) y Ana. Así es que me dije: ahora sólo hay que esperar a que me elijan entre todos los libros de la biblioteca. La verdad es que Raúl me cogió prestado antes que tú, pero como sabes, tiene gripe, y además es un poco atolondrado. Tú me parecías más segura, así es que decidí esperar. Por fin el viernes me trajiste a tu casa. Y tú no sabes la alegría que me dio.
Se enrolló tanto el libro de bolsillo, que
cuando acabó su historia, el papá de Aman¬da ya la había llamado tres veces para que fuera a cenar.
—¡Oye, librito! —le dijo Amanda—. Me voy extracción de datos a comer un huevo frito con patatas ídem, que ya no puedo más. Si te parece, te cierro y mañana hablamos. ¿Vale?
—¡Vale! —le dijo el libro de bolsillo—. Yo tengo un sueño...
Dio un bostezo y se cerró de golpe.
VII
Pero al día siguiente era domingo, y ya se sabe. Primero Amanda desayunó churros y porras con chocolate, en compañía de toda la familia. Después se bajaron todos los niños del portal a patinar. Con la paga del domingo que le habían dado sus padres, se compró una bolsa de pipas, un regaliz duro y un yo-yo de profesional.
Luego vino la comida, después leer el su-plemento de niños del periódico y a media tarde ponían en la tele la película «Los vi¬kingos» y no podía perdérsela.
Total, que cuando Amanda se iba a ir a la cama, se dio cuenta de que se había ol¬vidado totalmente del libro de bolsillo. Este se encontraba encima de una silla, más aburrido y cerrado que una ostra.
—Lo siento, libro de bolsillo; me había olvidado de ti. ¡Claro, como hoy era fiesta! Pero no te preocupes, porque, como maña¬na empiezan las vacaciones de Navidad, no tengo que ir al colegio, y entre los dos po¬demos poner manos a la obra.
—No te preocupes, los libros estamos acostumbrados a esperar: a que nos com¬pren, a que nos regalen, a que nos presten y a que nos lean. Así es que por un día más...
Dicho esto, los dos se pusieron a roncar como troncos.
VIII
Al día siguiente, primero de las vacacio¬nes, nada más despertarse, le echó un ojo al libro de bolsillo y se dijo: «mientras me tomo el desayuno, voy a planear la estrate¬gia de los próximos días».
Abrió un poco el libro y le dijo:
—En cuanto tome el pan con mantequi¬lla, ponemos manos a la obra. ¿Vale?
Sin limpiarse el bigote que se le había quedado de la leche, se puso a llamar por teléfono a su abuelo.
—¡Dígame!
—¡Abueloooo! ¿Tienes algo que hacer es¬tas vacaciones?
—Pues no —dijo don Felipe (éste era su nombre)—. Ya sabes que los eméritos...
— ¿¿Quéee?? —preguntó Amanda, que no andaba muy bien de vocabulario.
—Los jubilados, para que entiendas, no tenemos obligaciones ni horarios, aun¬que ayudo a la abuela a hacer la compra y a fregar los cacharros. Después de traba¬jar tantos años en una oficina de la com-
pañía aérea, las cosas de la casa no se me dan muy bien. Pero en fin, ¡Hago lo que puedo!
—Bueno, bueno. ¡A lo que vamos! ¿Te queda alguno de los viajes gratis que te dan en tu oficina?
—Pues claro. Ya sabes que como la abue¬la ha estado enferma, no hemos ido a nin¬guna parte este año, salvo al pueblo.
—Bueno, pues entonces saca dos billetes cuanto antes porque tú y yo nos tenemos que ir inmediatamente a Florencia.
—¿Pero qué me dices? —Preguntó asom¬brado el abuelo.
—Arréglate, y dentro de una media hora quedamos en el kiosko de la esquina, y de camino a la agencia de viajes o a la oficina que sea, te lo cuento todo.
Mientras se vestía, Amanda contó a sus padres los planes que tenía.
— ¡Pero hija! ¡Cómo te vas a ir tan lejos con el abuelo! El no está para esos trotes y además ya lo teníamos todo preparado para ir al campo —le dijo su madre.
—¡Anda por favor! Vosotros me habíais prometido ir a Italia el próximo verano.
La verdad es que a los padres de Aman¬da les pareció que ese viaje era un buen premio a las notas estupendas que había te¬nido su hija en el primer trimestre del cur¬so. Así es que accedieron.
A la media hora se encontraban abuelo y
nieta en el kiosko, donde compraron un pe-riódico deportivo y un tebeo.
— ¿Me puedes explicar qué es todo este lío? —Inquirió el abuelo.
—Pues la culpa la tiene éste que llevo en la bolsa.
— ¿Cómo dices?
—Sí, este libro de bolsillo que llevo aquí es el responsable. Resulta que sus papas son dos libros estupendos de canto dorado que viven en Florencia. Les separaron hace años, y ahora que él también es libro, pero
de bolsillo, quiere reencontrarse con sus padres y me ha solicitado ayuda.
Conociendo a su nieta, el señor Felipe se esperaba de todo. Siguió pidiendo detalles del asunto a Amanda.
Cuando llegaron a la oficina de las líneas aéreas en la que tantos años había trabaja¬do, el abuelo ya estaba resuelto a sacar los dos billetes para Florencia. No es que estu¬viera muy convencido de lo que le había contado Amanda, pero a él le gustaba mu¬cho viajar, y como la abuela iba a estar acompañada en Navidades por varios fami¬liares... ¡Nada! ¡Estaba decidido!
En realidad no importaba mucho si lo que contaba Amanda era pura ficción o no. Cualquier excusa era suficiente para viajar a Italia y este año no se había movido de casa.
No hubo problema para conseguir los bi¬lletes, pues el señor Felipe era trabajador antiguo de la casa y le tenían en mucha es¬tima.
A las dos horas, ya estaban los dos de vuelta a casa para preparar las cosas del via¬je, pues su vuelo salía al día siguiente.
— ¡Abuelo! —dijo Amanda—, llévate unas playeras, porque a lo mejor tenemos que andar mucho, y tú con los juanetes que tienes... !Ah!, no te lleves maleta que sería un estorbo. Tus cosas y las mías las mete¬remos en mi mochila.
IX
Esta no era la primera vez que Amanda viajaba en avión, pero sí que era la prime¬ra vez que no lo hacía por turismo, sino con una finalidad aventurera: reunir a la fami¬lia Libresca y esto le hacía sentirse muy im¬portante.
Mientras su abuelo estaba en la cabina del avión saludando a unos conocidos de la compañía, Amanda se puso a hablar con el libro de bolsillo, al que, con los jaleos del viaje, tenía un poco olvidado.
—Habrás visto que soy eficiente —le dijo Amanda—. Dentro de unas horas estarás con tus papás. Me tienes que decir exacta¬mente la dirección de
«Un día de infeliz recuerdo, de buena mañana, cuando estaba bostezando, pues acababa de despertarme, se empezaron a oír voces humanas. Lo peor fue que al poco tiempo comenzaron unos golpes secos y continuados. Debía de ser grave porque mis padres, asustados, comenzaron a hablar en¬tre sí en voz baja.
«Yo no era consciente de la gravedad de la situación y seguía contento de ver cómo
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iban retoñando y creciendo mis ramas, pues deseaba que los pájaros hicieran en ellas sus nidos, y saltaran de una a otra per¬siguiéndose los unos a los otros.
«Al año siguiente, por la misma época se volvieron a oír los mismos golpes, pero aho¬ra más cerca. Además en las horas en que lucía el sol, se podían ver unos destellos de luz, cuyas consecuencias dramáticas para los míos y para mí no alcanzaba a ver por entonces».
V
El libro de lioIsi11o se expresaba tan fi-namente porque para eso era un libro y te¬nía escrita esa estupenda novela fie Steven- son.
Amanda estaba interesadísima en la his¬toria pero ya no se podía aguantar y le dijo al IiI)ro de bolsillo:
— ¿Puedo ir un momento a hacer pis?
— Faltaría más —le contestó el libro—, así descanso 1111 poquito.
A los cinco minutos reanudaba su narra¬ción:
«Desgraciadamente, meses más tarde los malos augurios se confirmaron. Mis padres me confesaron lo que yo ya me estaba ima¬ginando: los resplandores de luz provenían del reflejo del sol en las hachas de los le¬ñadores. Escaseaba tanto la madera en todo el mundo, que hasta nuestro bosque habían llegado en busca de más materia prima para hacer muebles, barcos, casas y libros.»
¡Libros! En eso acabarían convertidos su padre, su madre y él mismo.
En este punto de la narración, el libro de bolsillo se echó a llorar desconsoladamen¬te.
—Pero hombre, qué llorón eres -dijo Amanda—, anímate y sigue contando tu historia que quiero saber qué sucedió des¬pués.
El libro de bolsillo se puso un poco co¬lorado, se aclaró la voz y siguió con la na¬rración.
De momento sus padres fueron talados y transportados flotando a lo largo de un río hasta la serrería. Allí fueron cortados y trasladados a una fábrica de transforma¬ción de la madera donde los convirtieron en pasta de papel.
Años más tarde cuando lo cortaron a él, pues la primera vez era demasiado joven para ser talado, siguió el mismo camino que sus progenitores. En la fábrica de papel preguntando a unos y otros, por fin encon¬tró un empleado viejo que sabía dónde ha¬bía ido a parar la partida de pasta de pa¬pel en la que iban sus padres.
Había sido importada por Italia, y com¬prada por una imprenta especializada de Florencia. Era la imprenta de los herma¬nos Carozzi, dedicada a la encuadernación e impresión de libros de artesanía. Todos los volúmenes que salían de su taller eran auténticas obras de arte. Todos estaban en¬cuadernados, por supuesto; las cubiertas
eran de piel o de ese papel florent*^^ 'an bonito surcado por olas de colores. Los can¬tos solían estar dorados y siempre había una cintita roja o azul para que el lector se¬ñalase la página por donde había dejado de leer.
En fin, que sus padres, si bien habían sido arrancados de su medio natural, por lo menos no habían acabado siendo una si¬lla para soportar traseros, sino unas perfec¬tas obras de artesanía para goce de la vista y del espíritu de los hombres. Además, ha¬bían tenido la suerte de no ser separados pues constituían los dos tomos de una mis¬ma obra: la mamá el volumen primero, por¬que las señoras van antes, y el papá el vo-lumen segundo.
Sin comerlo ni beberlo habían pasado de ser la familia Robledal, a la familia Libres¬ca.
VI
—¿Y qué pasó conligo? —le dijo Aman¬da.
—Pues nada, que como mi pasta no era tan buena como la de mis padres (entre los árboles la edad es una categoría), me dedi¬caron a libro de bolsillo. Ya sabes que los libros de bolsillo nos llamamos así porque cabemos en el bolsillo del abrigo, de la cha¬queta y a veces en el del pantalón. Muchos de nosotros no están encuadernados sino pegados, pero yo sí que tengo las hojas bien cosidas.
— Yo en el fondo —siguió diciendo el li¬bro de bolsillo, pues se enrollaba mucho— estoy muy contento de ser como soy porque gracias a ser tan barato, fui a parar a tu co¬legio y a tu clase. A mí lo que más me gus¬ta es que me lean los niños y me lean mu¬cho. Y francamente, soy muy divertido, ¡no es por nada! ¡«La isla del tesoro» es una his¬toria espeluznante!
—Sí, pero a este paso, no la voy a poder acabar nunca —respondió Amanda—. Con
tus lloros has borrado cuatro páginas y aho¬ra no me puedo enterar de lo siguiente. De todas formas no podría seguir leyendo con tranquilidad, después de conocer tus pe¬nas. ¿Qué podemos hacer?
— Pues mira, Amanda —le dijo el libro de bolsillo—, igual que a los humanos os tira la sangre, a los árboles nos tira la sa¬via, y a los libros la pasta de papel. Así es que lo que yo quiero es volver con mis pa¬dres.
—¿Y por qué me has elegido a mí preci-samente? —preguntó Amanda.
—En todo este primer trimestre del cur¬so —empezó a contar el libro— os he esta¬do observando a todos los niños de la cla¬se. Tenía que elegir a alguien que fuera atrevido e inteligente, porque la aventura que juntos debíamos emprender era fulgu¬rante. Al final, los que me parecisteis más despabilados fuisteis tú, Raúl (cuando Amanda oyó este nombre, se le subieron los colores) y Ana. Así es que me dije: ahora sólo hay que esperar a que me elijan entre todos los libros de la biblioteca. La verdad es que Raúl me cogió prestado antes que tú, pero como sabes, tiene gripe, y además es un poco atolondrado. Tú me parecías más segura, así es que decidí esperar. Por fin el viernes me trajiste a tu casa. Y tú no sabes la alegría que me dio.
Se enrolló tanto el libro de bolsillo, que
cuando acabó su historia, el papá de Aman¬da ya la había llamado tres veces para que fuera a cenar.
—¡Oye, librito! —le dijo Amanda—. Me voy extracción de datos a comer un huevo frito con patatas ídem, que ya no puedo más. Si te parece, te cierro y mañana hablamos. ¿Vale?
—¡Vale! —le dijo el libro de bolsillo—. Yo tengo un sueño...
Dio un bostezo y se cerró de golpe.
VII
Pero al día siguiente era domingo, y ya se sabe. Primero Amanda desayunó churros y porras con chocolate, en compañía de toda la familia. Después se bajaron todos los niños del portal a patinar. Con la paga del domingo que le habían dado sus padres, se compró una bolsa de pipas, un regaliz duro y un yo-yo de profesional.
Luego vino la comida, después leer el su-plemento de niños del periódico y a media tarde ponían en la tele la película «Los vi¬kingos» y no podía perdérsela.
Total, que cuando Amanda se iba a ir a la cama, se dio cuenta de que se había ol¬vidado totalmente del libro de bolsillo. Este se encontraba encima de una silla, más aburrido y cerrado que una ostra.
—Lo siento, libro de bolsillo; me había olvidado de ti. ¡Claro, como hoy era fiesta! Pero no te preocupes, porque, como maña¬na empiezan las vacaciones de Navidad, no tengo que ir al colegio, y entre los dos po¬demos poner manos a la obra.
—No te preocupes, los libros estamos acostumbrados a esperar: a que nos com¬pren, a que nos regalen, a que nos presten y a que nos lean. Así es que por un día más...
Dicho esto, los dos se pusieron a roncar como troncos.
VIII
Al día siguiente, primero de las vacacio¬nes, nada más despertarse, le echó un ojo al libro de bolsillo y se dijo: «mientras me tomo el desayuno, voy a planear la estrate¬gia de los próximos días».
Abrió un poco el libro y le dijo:
—En cuanto tome el pan con mantequi¬lla, ponemos manos a la obra. ¿Vale?
Sin limpiarse el bigote que se le había quedado de la leche, se puso a llamar por teléfono a su abuelo.
—¡Dígame!
—¡Abueloooo! ¿Tienes algo que hacer es¬tas vacaciones?
—Pues no —dijo don Felipe (éste era su nombre)—. Ya sabes que los eméritos...
— ¿¿Quéee?? —preguntó Amanda, que no andaba muy bien de vocabulario.
—Los jubilados, para que entiendas, no tenemos obligaciones ni horarios, aun¬que ayudo a la abuela a hacer la compra y a fregar los cacharros. Después de traba¬jar tantos años en una oficina de la com-
pañía aérea, las cosas de la casa no se me dan muy bien. Pero en fin, ¡Hago lo que puedo!
—Bueno, bueno. ¡A lo que vamos! ¿Te queda alguno de los viajes gratis que te dan en tu oficina?
—Pues claro. Ya sabes que como la abue¬la ha estado enferma, no hemos ido a nin¬guna parte este año, salvo al pueblo.
—Bueno, pues entonces saca dos billetes cuanto antes porque tú y yo nos tenemos que ir inmediatamente a Florencia.
—¿Pero qué me dices? —Preguntó asom¬brado el abuelo.
—Arréglate, y dentro de una media hora quedamos en el kiosko de la esquina, y de camino a la agencia de viajes o a la oficina que sea, te lo cuento todo.
Mientras se vestía, Amanda contó a sus padres los planes que tenía.
— ¡Pero hija! ¡Cómo te vas a ir tan lejos con el abuelo! El no está para esos trotes y además ya lo teníamos todo preparado para ir al campo —le dijo su madre.
—¡Anda por favor! Vosotros me habíais prometido ir a Italia el próximo verano.
La verdad es que a los padres de Aman¬da les pareció que ese viaje era un buen premio a las notas estupendas que había te¬nido su hija en el primer trimestre del cur¬so. Así es que accedieron.
A la media hora se encontraban abuelo y
nieta en el kiosko, donde compraron un pe-riódico deportivo y un tebeo.
— ¿Me puedes explicar qué es todo este lío? —Inquirió el abuelo.
—Pues la culpa la tiene éste que llevo en la bolsa.
— ¿Cómo dices?
—Sí, este libro de bolsillo que llevo aquí es el responsable. Resulta que sus papas son dos libros estupendos de canto dorado que viven en Florencia. Les separaron hace años, y ahora que él también es libro, pero
de bolsillo, quiere reencontrarse con sus padres y me ha solicitado ayuda.
Conociendo a su nieta, el señor Felipe se esperaba de todo. Siguió pidiendo detalles del asunto a Amanda.
Cuando llegaron a la oficina de las líneas aéreas en la que tantos años había trabaja¬do, el abuelo ya estaba resuelto a sacar los dos billetes para Florencia. No es que estu¬viera muy convencido de lo que le había contado Amanda, pero a él le gustaba mu¬cho viajar, y como la abuela iba a estar acompañada en Navidades por varios fami¬liares... ¡Nada! ¡Estaba decidido!
En realidad no importaba mucho si lo que contaba Amanda era pura ficción o no. Cualquier excusa era suficiente para viajar a Italia y este año no se había movido de casa.
No hubo problema para conseguir los bi¬lletes, pues el señor Felipe era trabajador antiguo de la casa y le tenían en mucha es¬tima.
A las dos horas, ya estaban los dos de vuelta a casa para preparar las cosas del via¬je, pues su vuelo salía al día siguiente.
— ¡Abuelo! —dijo Amanda—, llévate unas playeras, porque a lo mejor tenemos que andar mucho, y tú con los juanetes que tienes... !Ah!, no te lleves maleta que sería un estorbo. Tus cosas y las mías las mete¬remos en mi mochila.
IX
Esta no era la primera vez que Amanda viajaba en avión, pero sí que era la prime¬ra vez que no lo hacía por turismo, sino con una finalidad aventurera: reunir a la fami¬lia Libresca y esto le hacía sentirse muy im¬portante.
Mientras su abuelo estaba en la cabina del avión saludando a unos conocidos de la compañía, Amanda se puso a hablar con el libro de bolsillo, al que, con los jaleos del viaje, tenía un poco olvidado.
—Habrás visto que soy eficiente —le dijo Amanda—. Dentro de unas horas estarás con tus papás. Me tienes que decir exacta¬mente la dirección de
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